Sucede en el fútbol argentino. En todas las canchas, sin importar el color de la camiseta ni la categoría donde se juegue. Un estadio suele ser, erróneamente, un consultorio de sicoanálisis a cielo abierto. Los fans, obvio, son los pacientes; los jugadores, el cable a tierra; y la terna arbitral, el principal foco de incendio -por no decir de insultos- cuando algo sale mal.
La triubuna es el amplificador del consultorio. La caja de resonancia. Hacia ella van desde aquel que habla 5 idiomas y viste de traje y corbata hasta el médico, el maestro, el asalariado, el vago, la maestra, el niño, el grupo de amigos. Las combinaciones son infinitas. De pronto, el estadio se convierte en un canal receptor de voces, un altoparlante. Y cuando más activo están los hinchas, más volumen reproduce. Sobre todo, cuando se arma la fiesta.
El gol de la victoria es como el amor fulminante. Un amor a primera vista. Es capaz de hacer olvidarlo todo. El malhumor, un problema personal, lo que pasó en el juego. Un gol elimina las preocupaciones, anula el pánico; borra la pena y calma los nervios.
El gol del triunfo es, a veces, una composición de sangre y sudor. Una bocanada de aire fresco, de liberación. Esa que sintió Atlético tras vencer agónicamente, 2-1, al duro San Martín de San Juan.
Es que hubo un lapso en que el partido que había sido suyo, por impericia propia, casi se le escapa. De andar derecho, Atlético enloqueció y quiso correr una maratón en pantuflas. Por eso le resultó difícil sostener el 1-0 nacido a partir de una mano de Damián Schmidt y del penal convertido por Luis Rodríguez, hoy el mejor cantante del gol en la historia del fútbol de Primera del club. Atlético había empezado como siempre en casa, presionando, reduciendo y achicando los espacios cuando los sanjuaninos acusaron la necesidad de irse con algo más que la derrota. Cuando a Atlético se le apagó la lamparita, para su fortuna estuvo Augusto Batalla, el principal escollo de San Martín (SJ). Le tapó tres al invitado. Tres. Una estando 0-0 el partido y otras cuando San Martín se había hecho dueño ocasional de la pelota y emparejado el pleito, tras el 1-1 de Claudio Spinelli.
Atlético sufrió con el empate porque pasó a ser más empeño que fútbol. Pasó a intentar ir siempre por el centro cuando tuvo a merced el campo para abrirlo y perforar por las dos bandas. Pero no, Atlético llegaba a tres cuartos y lanzaba centros, todos rechazados. Menos el último, el que llegó de un córner de Francisco Grahl y que terminó en la red gracias a la cabeza de Javier Toledo, el debutante que prometió llegar a los 100 goles (tiene 78) con esta camiseta, y que antes se había errado uno de manera increíble.
Toledo fue un paciente más en el diván: pasó del nervio a la impotencia y después a sudar y sangrar, con su gol. El de la victoria.